sábado, 25 de junio de 2011

VALE TODO

Autor: Patricia del Río
Sábado 25 junio 2011

“Soy inocente”. Con ese grito casi histérico se inició el juicio más importante que se haya dado en la historia de nuestro país. Alberto Fujimori, presidente de la República por más de diez años, comparecía ante un tribunal acusado de haber cometido delitos de lesa humanidad, de haber robado y malversado dinero de todos los peruanos, de haber abusado del poder que los ciudadanos le prestaron con su voto. Nadie le creyó, por cierto. Por lo menos no los magistrados que le aplicaron penas muy severas de más de 20 años. Y no lo hicieron por venganza ni por odio. Fujimori está donde está porque la justicia peruana probó que los hechos que se le imputaban ocurrieron bajo su anuencia y fueron su responsabilidad.

Hoy, sin embargo, hay una fuerte corriente que busca indultarlo. Aludiendo razones humanitarias, se pide un perdón que lo libraría de toda culpa. Que borraría el pasado vergonzoso que atravesó el Perú durante su gobierno. Nadie puede negar que todos los seres humanos tienen derecho a una muerte digna rodeados de su familia, pero Alberto Fujimori no solo no se está muriendo sino que debe ser el reo mejor atendido y considerado de todo el territorio nacional.

¿Por qué entonces se insiste desde distintos frentes (el presidente del Congreso, Rafael Rey, el cardenal Juan Luis Cipriani) que Fujimori sea liberado? Más allá de las jugadas y movidas políticas que se pueden dar con una medida de esta naturaleza, hay un elemento triste que se ha manifestado en todo su esplendor en esta campaña presidencial y que está detrás del pedido de indulto: en realidad, buena parte de los peruanos, no ha logrado asimilar la magnitud de los delitos de Alberto Fujimori. ‘El chino’ les da pena, y a pesar de que son conscientes de que cometió errores (nunca usan la palabra delitos), consideran que fue un gran presidente que debe ser ovacionado en calles y plazas, tal cual lo hizo su hija, la candidata Keiko Fujimori.

Como señala el recordado Carlos Iván Degregori en su libro La década de la antipolítica, una de las peores herencias del fujimontesinismo fue el envilecimiento al que se sometió la política y la anulación del espíritu crítico de los ciudadanos. Nos acostumbramos a la prepotencia, al crimen grosero, y aceptamos la situación en agradecimiento a la estabilidad económica y a la pacificación del país. La filosofía del todo vale, todo se compra todo se vende, capturó las formas de gobernar, pero también la manera de hacer periodismo, los programas de entretenimiento, la forma de vivir. Con el mismo desparpajo que Fujimori se presentaba como gemelo de Montesinos usando la misma corbata, en los programas de Laura Bozzo se lamían axilas por dinero, y los diarios chicha inventaban titulares, destruían honras, fabricaban héroes.

Sostener que esta forma perversa de gobernar se develó el día que apareció el primer ‘vladivideo’ es absolutamente falaz. Ya lo sabíamos. Los indicios estaban ahí para quien quisiera verlos. Pero los peruanos estuvimos sometidos a lo que Degregori llama el culto al utilitarismo y la eficacia. A una sumisión generalizada a la economía y a los logros pragmáticos que no nos permitieron cuestionar, por mucho tiempo, lo que realmente estaba pasando. Por eso, con la caída del régimen de Fujimori se desató una fiebre por reinstaurar valores en el país. La empresa privada, el Estado y los sectores académicos buscaban, con campañas, devolverles a los peruanos un poco de la dignidad perdida.

Diez años después, sin embargo, podemos decir que poco se ha recuperado. Que, a pesar de los esfuerzos, la política del pragmatismo y del vale todo sigue entre nosotros justificando atrocidades y dividiéndonos como peruanos. Es esa política de la impunidad, de la prepotencia, de la salvajada, la que riega de muertos las carreteras bloqueadas de nuestro país. La que hace que millones de personas recuerden con cariño y quieran ver libre a Alberto Fujimori. La que empuja a cardenales, congresistas y ciudadanos a mirar con condescendencia y complacencia a un régimen que nos robó algo mucho más grande que dinero. Nos robó autoestima. Nos robó el derecho a ser algo más que una nación que se lame las axilas por plata, mientras todos aplauden desde las tribunas.

Tomado de: PERÚ 21